CONOCIMIENTOS PREVIOS
NUEVAS SUBJETIVIDADES DE GENERO Y MULTICULTURALIDAD E INTERCULTURALIDAD
En torno a los innumerables problemas acuciantes
en el mundo de hoy, podríamos sostener que uno de los más profundos,
estructurales y complejos es el de la convivencia con el otro. Realidad que nos
interpela cada vez con más agudeza debido a las restructuraciones impuestas por
la globalización.
En un mundo cada vez más cercano, más
intercomunicado, más relacionado en tanto un todo, cabe preguntarnos seriamente
cuán cerca estamos; más allá de las diferentes posturas, creemos que hay una
interrogación fundamental que nos estamos olvidando, y es nada menos que la
pregunta por el otro ¿Con quién nos relacionamos y comunicamos cada vez con
mayor fluidez debido al auge de las tecnologías de la comunicación?, ¿hay en
definitiva un otro realmente existente distinto de mí o es todo una gran
unidad, parte de lo mismo?
El tema que nos persigue por detrás de esto es el
de la diversidad de culturas que, por un lado, parece desaparecer producto de una
mundialización “homogénea” apostando a la transculturalidad; pero que, por
otro, estalla en un sin número de manifestaciones que de hecho se radicalizan.
Frente a un mundo cada vez más “unido” se alza una importante cantidad de
grupos que tienden a la etnización radical cayendo así en fundamentalismos. El
desafío en ambos casos no es simplemente el de una coexistencia pacífica.
Lograr conformar una estabilidad donde cada cual mantenga su identidad y su
cultura, sin avasallar al otro, eje de lo que podríamos denominar multiculturalismo. El reto justamente es relacionarnos en medio de la inestabilidad
ínsita en la cual nos encontramos, intentar no simplemente “residir” en un
lugar común, sino con-vivir, vivir con otro, habitar con, pero en el sentido de
compartir un habitus. Habitus que aparece cada vez más desligado de un
territorio, donde las fronteras se desdibujan debido a múltiples causas.
La crisis del Estado-Nación parece postular una
escisión entre una diversidad de culturas nacionales y una única cultura
republicana y por ello mismo universal, que debería reflotarse. El problema de
la disyuntiva es que en ambos casos nos mantendríamos en la lógica que la
globalización, con su capitalismo multinacional, pretende imponer. Tanto la
perpetuación de lo mismo –en tanto la única cultura posible– como la
radicalización de lo diferente, –en tanto etnocentrismos que plantean el
retorno a las raíces, hacía sí mismos– pertenecen al mismo círculo del cual
intentamos salir. En el afán de un mundo globalizado con un acceso
supuestamente universal, y la contrapartida de las resistencias minoritarias
que muchas veces caen en fundamentalismos, seguimos atrapados en esta lógica
que olvida o niega al otro.
En un sentido general podemos comprender al
“multiculturalismo” en tres dimensiones: el fenómeno, las prácticas y las
teorías. Como fenómeno alude a la coexistencia en un Estado de grupos humanos
pertenecientes a culturas diferentes. También puede referírselo a prácticas gestionadas desde una voluntad multicultural
democrática de participación y/o representación de tales grupos y de los
individuos que los integran en diversas instancias de la existencia social y
política. Por último, se encuentra un conjunto de teorías políticas y filosóficas, principalmente, que se
autodenominan o son denominadas multiculturalistas. (Colom, 1998: 12)
Si bien las tres dimensiones podrían pensarse como
parte de una misma totalidad, nosotros aquí haremos referencia a las teorías
multiculturalistas, que creemos son las que sostienen y fundamentan las
prácticas y los fenómenos. Cabe aclarar que la tematización del
multiculturalismo surge predominantemente en un contexto teórico y político
liberal, donde se muestra la tensión entre la libertad particular de los
individuos y las prerrogativas estatales.
La mayoría de las corrientes liberales definen y
practican el multiculturalismo partiendo de dos premisas interrelacionadas: a)
los miembros de las diferentes culturas en tanto seres humanos son moralmente
iguales, y b) es necesario considerar y respetar las diferentes identidades o
pertenencias culturales como constitutivas del bienestar y de la identidad individuales.
(Bonilla, 2005: 2) De allí que lo singular del multiculturalismo sea que, a
diferencia de otros discursos modernos, apela al pluralismo en tanto
reconocimiento de minorías, que en menor o mayor medida, por el hecho de
residir en un territorio determinado, son parte de una supuesta unidad que debe
fortalecerse en pro de una identidad común.
En el marco de la filosofía y la teoría política, los canadienses Charles
Taylor y Will Kymlicka, aparecen como los fundadores de los estudios sobre
multiculturalismo. El primero apunta específicamente al reconocimiento y
Kymlicka postula un “culturalismo liberal”. Más allá de la perspectiva que
adopta cada uno, ambos sostienen una noción esencialista de la cultura, como
algo invariable y estanco. Taylor entiende el derecho a la identidad cultural
y, sobre todo, moral y al reconocimiento de la misma en términos de mera survivance (supervivencia a través de las generaciones). Por
su parte, Kymlicka, con su modelo de culturalismo liberal, postula con una
ciudadanía ampliada, a modo de desideratum, como un “ideal normativo democrático” de participación plena e
igualitaria de todos los individuos en los procesos políticos.
Frente al auge del pluralismo, nos incita a pensar en el modo en
que fue construida, o en la pretensión al menos, de una identidad común,
sosteniendo que muchas minorías no fueron tomadas en cuenta debido a sistemas
de poder. Dentro de las minorías distingue a su vez las nacionales de las de
otros grupos de mujeres, pobres, minorías raciales, sexuales, etc. Lo que
implica que a su vez los derechos que se les otorgarían en respuesta a sus
demandas serían diferentes. Derechos de autogobierno para las minorías nacionales,
derechos poliétnicos para las comunidades de inmigrantes y derechos especiales
de representación política a estos otros grupos que piden una mayor inclusión
en la comunidad político-social.
Así también, Kymlicka intenta dar una respuesta a
la tensión entre pluralismo y unidad, entre liberalismo y comunitarismo,
abogando, por un lado, por la representación por grupos, en tanto posibilita
canales de representación a minorías oprimidas –aunque aclara expresamente que
este tipo de representación “no es intrínsecamente iliberal o antidemocrática”
(Kymlicka, 1996: 208) – y por otro, sosteniendo no un comunitarismo, sino lo
que él denomina un individualismo igualitarista liberal. Reaparece así en un
contexto liberal la idea de una “cultura nacional en tanto esta proporciona a
la gente un contexto de elección significativo, sin limitar su capacidad para
cuestionar determinados valores o creencias”. (Kymlicka, 1996: 132)
Para que los derechos de las minorías nacionales
jueguen un papel valioso dentro de una teoría de la justicia liberal, los
liberales deberían asegurar la igualdad en dos direcciones: la igualdad entre
los grupos y la libertad y la igualdad dentro de los grupos mismos. (Kymlicka,
1996: 266) En los modelos liberales las minorías han sido sojuzgadas o cuando
menos asimiladas. La asimetría siempre se ha presentado como parte del sistema
y subsiste la tensión irresuelta igualdad-libertad como base de las teorías
políticas, económicas y sociales. Dentro del liberalismo las minorías no han
sido diferentes, sino desiguales.
Finalmente lo que nos interesa recalcar es que más
allá del esfuerzo de las perspectivas multiculturalistas de integrar a las
minorías y de generar una mayor igualdad en términos de ciudadanía o de
reconocimiento cultural, el problema persiste puesto que a lo sumo se tolera la
diferencia, se respeta lo distinto, se coexiste, pero no se va más allá de esa
“frontera”. No se apuesta desde esta perspectiva a un verdadero diálogo con el
otro, a una real comunicación, a un concreto acercamiento. Tanto la
multiplicidad de culturas yuxtapuestas o simplemente coexistentes, como la
unificación monocultural persisten en la misma lógica de aislamiento u olvido
del otro.
Frente a ello consideramos
la interculturalidad como una alternativa realmente distinta, que no solo tiene en
cuenta la diferencia o la multiplicidad de culturas, sino que asume el desafío
del encuentro con el otro. El otro aquí ya no es un término abstracto, o una
realidad un tanto vaga, sino que es una mirada que nos encuentra. La
exterioridad del otro se nos pone delante y, sin evadirla, tomamos el riesgo de
entrecruzar miradas.
Del mismo modo que sucede con el multiculturalismo, podemos
encontrar diferentes posiciones de lo que implica la interculturalidad. No
obstante, pretendemos resaltar las teorías que intentan comprender el estado de
cosas, y dentro de ellas en aquellas que postulan una interculturalidad más
radical. Por ello remitimos fundamentalmente a autores como Fornet Betancourt,
Esterman o Kimmerle, ya que definen la cultura como algo cambiante, permeable,
producto de la historicidad y fragilidad humana, y sin duda alguna de su
interacción con el otro. Pero la distinción aquí es que debe existir una
necesidad concreta del otro y no únicamente lógica.(Betancourt, 2001: 14)
La “filosofía de la interculturalidad” se erige
como una reflexión sobre las condiciones y los límites de un diálogo entre las
culturas, al que denominan propiamente polílogo, para evitar confusiones con algunas tradiciones
dialógicas –o mejor, dialécticas, tanto excluyentes como superadoras o
“armonizadoras”– del pensamiento occidental. (Estermann, 1998: 9). Se citan dos
experiencias como fundamentales para el nacimiento de la filosofía
intercultural: la conciencia creciente de la condicionalidad cultural de la
filosofía, que llegó al extremo del etnocentrismo en la
tradición dominante de la filosofía occidental, y las tendencias actuales,
contradictorias entre sí, del proceso acelerado de la globalización cultural
por medio de una supercultura económica y comunicacional por un lado, y el
incremento de conflictos y de guerras alimentados por razones étnicas y
culturales, por otro. (Estermann, 1998: 30)
La Filosofía Intercultural brota de un pensamiento que se sabe
gravitado por una cultura y, desde ahí, no solo tolera otros pensares,
sino que busca solidarizarse con ellos. Pues concibe que precisamente mediante
el reconocimiento de ellos como mundos propios, es
posible el diálogo que nos consolida y que genera una apertura real a lo
universal. Solo en el reconocimiento de ese otro,
considerándolo no como una entidad metafísica absoluta, sino como proceso
histórico abierto, como una visión del mundo diferente que tiene algo para
decirnos, solo desde esta interacción podemos construir lo
propio, conservando siempre como parte “huellas” de aquella
interacción. Así es que Fornet promueva “la creación
de un movimiento para organizar económica, política, social y culturalmente la
‘unión ecuménica de los pueblos y culturas’ que, para la afirmación o
realización de su identidad, no requieren la negación del otro –sea que se
conciba como una cultura, una porción de la naturaleza– ya que en su matriz
cultural se encuentra inscrita ‘una vocación universalista de acogida al otro’
que actualmente resuena con fuerza renovada”. (Betancourt, 1998: 394)
De esta manera será posible oponer a la lógica
dominante de exclusión mantenida por la globalización neoliberal “la fuerza del
espíritu de una cultura” que es capaz de hacer un lugar al extraño, al otro, al
diferente y convocar a un “universalismo inclusivista” –cuyo crecimiento se da
sin la necesidad de reducir ni dominar– y va mundializándose mediante un
proceso gradual en el que intervienen las disposiciones de la cordialidad, la
hospitalidad y la simpatía. En donde todas las culturas se saben respetadas
como sujetos y, por ello, con la posibilidad de “transformarse
mutuamente”, desechando el temor al colonialismo y al fundamentalismo.
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